lunes, 4 de agosto de 2008

Ser una galletita salada al volver de la playa

Hay muchas cosas que al creer en ellas te convierten en un iluso. Otras inútiles directamente para relleno de tu vida (luego criticas obras de arte, tetas, cine, y literatura por llevarlo).

Otras son más profundas y reales.

Hacerse una herida y ver como se forma la costra fea que protege, y luego debajo se abre paso una capa de piel sana. Esto es algo que hace más interesante el pegarse ostias y el cortarse. El dar golpes y el emborracharse en general son así otra cosa, más como de mártir y mis circunstancias.

Y luego está la playa.

Porque no te gusta que tenga esa arena que te reboza, ni ese calor que te quema, ni esa agua cargada de sal con una especie de llámalo Betadine-Cristalmina, llámalo I.
En el fondo tampoco te gusta robar morbo al desnudo. Ni, suponiendo que llegues a excitarte, acabar chorreando públicamente o con el mástil por bandera escociéndote la redecilla de dentro del bañador.
Pero por eso una piscina es una puta piscina, porque es sosa, y, con frecuencia, privada y absolutamente pretenciosa.

Tienes que llegar a casa caliente por dentro y por fuera e impregnado de sodio y de iodo.
Llevar las arenas de souvenir, que fueron piedras en una vida anterior.
Y si duermes envuelto en el manto de sal atorrante notarás, al ducharte al día siguiente algo distinto.
No es como con tanta frecuencia que sientes que renuncias a tus feromonas y a tu aroma por la puta sociedad sustituyéndolo por un aroma a jabón que no te pertence y durará horas.
Estás lavándote algo que sí es más limpio que tú esta vez.
Por estas cosas te gusta ir a la playa.

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